La aparición del concepto “calidad de la educación” se produjo históricamente dentro de un contexto específico. Viene de un modelo de calidad de resultados, de calidad de producto final, que nos pone en guardia, sobre todo, del hecho de que bajo estas ideas suelen estar los conceptos de la ideología de eficiencia social que considera al docente poco menos que como un obrero de línea que emplea paquetes instruccionales, cuyos objetivos, actividades y materiales le llegan prefabricados, y en el cual la “calidad” se mide por fenómenos casi aislados, que se recogen en el producto final.
Algunos autores han visto por esto serias implicancias a este concepto: La ideología (curricular) de la eficiencia social (vinculada a la corriente llamada “tecnología educativa”) entiende calidad de la educación como eficiencia, y eficiencia como rendimiento escolar. A partir de la instauración de una política educativa de corte neoliberal se buscan justificaciones “académicas” que permitan fundamentar la restricción del ingreso a la educación. Estas justificaciones crean nuevos fetiches pedagógicos que se caracterizan por su debilidad conceptual, tal es el caso de términos como “calidad de la educación”.
Lo que ocurre, creo, es que se ha trabajado con una definición demasiado simplificada y muy parcial de una idea muy abarcadora ya que, recortando las posibilidades, se la define restrictivamente, se la transforma en una medición, para lo cual se la inscribe en un marco puntual casi positivista, muchas veces hasta conductista, leyendo sólo conductas específicas.
Por el contrario, a mi entender, el concepto de calidad de la educación está lleno de potencialidades, que me parece interesante explicitar. Es por esto necesario traer a la discusión las ideas de eficacia y eficiencia que están relacionadas con esta cuestión. Estos conceptos han sido tradicionalmente muy resistidos en el campo de la educación en general.
Y no sin razones, ya que llegaron a la bibliografía educativa directamente importados de la teoría de la administración basada en el modelo de la eficiencia económica (“eficientismo”). Éste da un valor prioritario a los elementos materiales y establecer metodologías como la de costo-efectividad, difícilmente trasladables a los sectores sociales, y por ello al área educativa. Algunos intentos de replanteo en este sentido (como la propuesta del análisis de costo-beneficio) no superaron las limitaciones intrínsecas de estas aproximaciones.
A pesar de compartir estas ideas en lo sustantivo, creo que ha faltado desde el lado de los especialistas en educación una respuesta positiva y superadora que fuera más allá de la mera crítica. Porque mirándonos hacia adentro, no podemos dejar de reconocer que tenemos sistemas de baja calidad y poco eficiente, es decir que logramos poco con los medios que tenemos (aunque obviamente éstos no son muchos).
Sin embargo, para poder reconocerlo abiertamente, como hoy lo hacemos, hemos tenido que llegar a un estado cercano al desastre, porque la inexistencia de evidencias objetivas recogidas sistemáticamente hicieron imposible contrastar objetivos con resultados, es decir, tener una idea realista de los niveles de eficiencia y eficacia de la educación.
La educación es un “sistema complejo”, es decir, un sistema en el cual, en la totalidad o la unidad, existe la diversidad, por lo que la unidad o totalidad es la síntesis de múltiples determinaciones. Un sistema complejo se caracteriza porque contiene múltiples subsistemas fuertemente conectados.
Pero los sistemas sociales (y la educación es uno de ellos) son sistemas autónomos en el real sentido de la palabra. Todo está dentro de ellos; si se alteran o perturban ellos, se gesta en el interior del sistema. Por esto los sistemas sociales se “autotransforman” y tienen conciencia de su auto-transformación, es decir, tienen y hacen su propia historia.
Un sistema existe porque fuerzas contrapuestas determinan un equilibrio de sus estructuras y de las formas de existir de estas estructuras. Estas fuerzas no existen simplemente, sino que están en estado de contradicción. La transformación es la ruptura de este equilibrio o armonía. El motor de la transformación es la contradicción de las fuerzas opuestas.
Esto obliga a distinguir estructuras en estos sistemas y a apreciar la transformación como un cambio de las estructuras. Las estructuras son las formas soportantes del sistema es decir, las formas básicas desposeídas de su modo de existir, de su modo fenoménico.
Los elementos que definen la estructura básica del sistema educativo son de diferente orden, pero pueden distinguirse, a partir de diferentes niveles de análisis, un conjunto de principios vertebradores y estructurantes (formas soportantes) que rigen la organización de sus distintas instancias.
Los varios ejes subyacentes funcionan como organizadores de la estructura básica de la educación y determinan aspectos específicos de su organización, tanto a nivel del sistema educativo general como a las formas de organización de los estamentos intermedios -supervisión, dirección-, y a las características de las escuelas, o de los diferentes servicios que se presten.
Cuando hay congruencia o consistencia entre estos ejes fundamentales (ideológicos, políticos, pedagógicos, etc.) y la organización (o la apariencia fenoménica) del aparado educativo, no se percibe inconsistencia y, por ende, no se cuestiona la “calidad” de la educación.
En realidad, lo que pasa es que hay consistencia entre el proyecto político general vigente en la sociedad, y el proyecto educativo que opera. Es este ajuste, lo que define la existencia de “calidad”.
La pérdida de la calidad se percibe -se mide- a través de hechos de que la definición de los principios vertebradores ha variado en la sociedad, tanto en las representaciones sociales como en el discurso académico pero lo que no ha cambiado es la organización de las estructuras de la educación y sus aspectos fenoménicos concretos. Esta ruptura se vive como pérdida de la calidad, en la medida en que lo que se pierde es la significatividad social del aparato educativo. Resta entonces determinar cuáles son los principios vertebradores fundamentales a partir de los cuales se la puede estimar, no sólo para que estas definiciones puedan servir de orientación para las decisiones sobre la transformación de la educación, sino también para poder “medirla” (o estimarla) en alguna forma.
Esta medición de la calidad de la educación tiene dos propósitos fundamentales:
1. Tomar decisiones que se orienten a mejorar la calidad de un sistema educativo concreto.
2. Realizar evaluaciones sobre una situación concreta que permite tomar decisiones para reorientar y reajustar procesos educacionales.
Inés Aguerrondo
Universidad de Buenos Aires
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